Al ser trabajadora doméstica migrante padecí abusos de mis empleadores. Actualmente aumento la concienciación de otras mujeres indonesias para que aprendan a protegerse frente a casos de explotación. Ninguna mujer debe padecer violencia a manos de sus empleadores, como fue mi caso.
Me llamo Win Faidah y soy de Lampung oriental (Indonesia). Tengo 40 años, estoy casada y tengo dos hijos. Desde que terminé la enseñanza secundaria he sido empleada doméstica.
Al casarme, un pariente de mi marido me propuso ir al extranjero como trabajadora migrante. Me dijo que podría ganar mucho dinero y mejorar mi vida. Mi madre lo desaprobó rotundamente y me prohibió ir.
Sin embargo, cuando estaba embarazada de mi primer hijo, dicho familiar volvió a nuestra casa, y me alentó a ir a trabajar al extranjero. Esa vez acepté para poder satisfacer las necesidades de nuestra familia.
Tras tres meses de formación en Yakarta, me trasladaron a un país asiático para trabajar. Al dejar Indonesia, mi bebé tenía nueve meses.
Al llegar al extranjero nos proporcionaron documentos sobre la forma de relacionarnos con los empleadores y de realizar la limpieza doméstica, entre otras tareas. Me sentí como si estuviera haciendo un examen escolar. Una semana después nos informaron de que ninguno de nosotros había aprobado el examen, así que regresamos a Indonesia.
En Indonesia nos alojamos en una casa aislada en el bosque. No se nos permitía salir ni ponernos en contacto con nuestra familia.
Rogué al agente que me enviara a casa. Pero se negó. Me respondió que nos llevarían a trabajar a otro país asiático. Me dijo: "Si quieres volver a tu casa debes abonar a la empresa 20 millones de IDR (1.200 dólares)". No tuve más remedio que trabajar.
En el país al que me trasladaron trabajé en una casa de tres plantas. Mis principales tareas consistían en cuidar de la casa y de la madre de edad avanzada de mi empleador.
Durante los dos primeros meses las condiciones de trabajo fueron aceptables. Pero pronto se deterioraron. Me proporcionaban comida en contadas ocasiones y la madre del empleador comenzó a pegarme.
Un día me enteré de que la empleada doméstica del vecino era de mi provincia de Indonesia. Me dijo que tuviera cuidado y que la anterior trabajadora doméstica había huido.
Añadió: "Te ayudaré a huir. Te encontraré un buen empleador. Si no, podrías morir aquí".
Tres meses después me escapé de la casa. Recuerdo perfectamente aquella noche. Recogí mis cosas y, hacia medianoche, salté la verja trasera, tras la que me esperaba la empleada doméstica de mi vecino para llevarme con mi nueva empleadora.
Ésta era una ama de casa que tenía cuatro hijos. Su marido era contratista. Vivían en un apartamento de tres habitaciones. No tenía mi propia habitación, pero no me importaba porque me trataban bien.
No obstante, al cabo de unos meses, su marido empezó a coquetear conmigo. Me sentí incómoda y asustada. Le dije a mi empleadora que echaba de menos a mi hija y que quería volver a mi hogar, pero no me lo permitió.
Una noche, mientras dormía en la cocina, sentí que unas manos acariciaban mi cuerpo. Me desperté y vi al marido de mi empleadora. Al día siguiente, le conté el incidente a mi empleadora. Pero su marido negó la acusación y me acusó de coquetear con él.
A partir de entonces mis días pasaron a ser una pesadilla.
Después no transcurrió un solo día sin que padeciera torturas.
Me vendaban los ojos, y me abrasaron la espalda y el pecho con una plancha. Me golpearon la cabeza con un martillo y me afeitaron el cabello. Me cortaban las uñas con tenazas y vertían sobre mí agua hirviente. Me pegaron y dieron puñetazos.
Durante ese tiempo, el marido de mi empleadora me agredió sexualmente cuatro veces. Pensé que iba a morir, y estaba dispuesta a ello.
Intenté curarme las heridas por mí misma con pasta de dientes u otros productos. Pero cuando mi cuerpo empezó a deteriorarse y las heridas empezaron a oler, mis empleadores me envolvieron en una manta y me arrojaron a una zona aislada cerca de una plantación de aceite de palma.
Me rescató un habitante de los alrededores que llamó a la policía. Durante un mes me atendieron en el hospital y luego permanecí en un albergue durante el juicio. Éste fue largo y complejo, pero me alivió que condenaran a mis empleadores a ocho años de prisión. El agente de Indonesia también fue condenado a tres años de prisión.
Con la ayuda de la Embajada de Indonesia, por fin pude regresar a casa. Al llegar, mi madre lloró y dijo que podía sentir mi dolor. Mi marido me recibió con los brazos abiertos, pese a la agresión que había padecido.
A diferencia de mi familia, mi comunidad me trataba como a una persona marginada. Se burlaban de mí por la agresión, y afirmaban que fue por mi culpa. Me sentí desolada y avergonzada.
Tuve la suerte de conocer a Yunita, del Sindicato de Trabajadores Migrantes. Me ayudó a cursar programas de formación del Centro de Recursos para Trabajadores Migrantes (MRC) en el distrito de Lampung Oriental, en el marco del programa de la OIT “Safe and Fair”.
Adquirí conocimientos sobre igualdad de género, prevención de casos de violencia de género que afectan a trabajadoras migrantes, liderazgo femenino y sindicatos.
En particular, aprendí a manifestar mis deseos y a hacerme oír.
La formación me ayudó a ser más fuerte. Actualmente comparto mi experiencia en reuniones sindicales y en el Centro de Recursos para Trabajadores Migrantes. Deseo servir de inspiración en el marco de un proceso jurídico a mujeres indonesias que trabajan en otros países. Deben prepararse y adquirir conocimientos adecuados para hablar de su situación en caso de tener problemas.
Actualmente cuido del hijo de corta edad de mi hermana para ayudarle. Mis dos hermanas menores son trabajadoras migrantes. Me alegro de que su experiencia sea positiva y de que puedan mantener a su familia. Espero que ninguna otra trabajadora migrante sufra lo mismo que yo.
Antes me preguntaba por qué no llegué a morir, a raíz de todo lo que había soportado. Ahora me doy cuenta de que sobreviví para poder narrar mi historia y empoderar a otras mujeres migrantes.
Espero que la opinión pública no olvide jamás nuestra contribución a la economía nacional como trabajadores migrantes. Arriesgamos nuestra vida para trabajar en otros países.